La Real Academia Española define egocentrismo como “exagerada exaltación de la propia personalidad, hasta considerarla como centro de atención y actividad generales”, una cualidad que, aunque no declaremos abiertamente que la poseemos, alguna vez sale a la luz sin pretenderlo. Hay verdaderas “historias de terror” sobre el diseño de edificios que no son reconocidos por sus usuarios finales, y que simplemente son la huella del que los diseña. Un ejemplo lo tenemos en el famoso arquitecto Frank LLoyd Wright cuando le preguntaron el porqué de la escasa altura de los techos del Museo Guggenheim, respondió que los cuadros se debían cortar por la mitad si eran demasiado grandes para su espacio, o cuando Liliane Kaufmann, dueña de la famosa Casa de La Cascada "Fallingwater", le llamó porque se filtraba el agua desde la cubierta y caía sobre la mesa del comedor, el arquitecto simplemente le aconsejó que la moviera.
Casa de la Cascada "Fallingwater". Frank LLoyd Write. Fuente Pinterest
Pero ¿dónde está el límite entre el egocéntrico y el estereotipo del arquitecto divo?. Un divo es como la estrella de la ópera, un tenor que puede convertir una buena noche en una experiencia inolvidable. Claro está, que el resto de músicos y bailarines son importantes, pero su influencia en el resultado global es insignificante. Si la “estrella” tiene un mal día, no importa lo bien que actúen los demás; si por el contrario la “estrella” triunfa, el público lo recompensará puesto en pie, con una larga ovación. Por supuesto, y aquí viene la parte negativa, el divo comenzará a utilizar este poder para hacer demandas que poco a poco se convertirán en caprichosas y absurdas.
En arquitectura esta actitud de divo puede desembocar en una obra maestra, en un icono para su ciudad, como el caso del Museo Guggenheim en la ciudad de Bilbao. El Museo, obra de Frank Gehry, representa un modelo internacional de regeneración urbanística, la transformación de la ciudad a partir de la cultura. Es importante puntualizar que Gehry se ajustó a plazos y el coste, prácticamente no varió del presupuesto inicial. Otras veces esta actitud conduce a todo lo contrario: en un intento de imitar el “Efecto Guggenheim”, de nuevo se piensa en un espacio cultural: La Ciudad de la Cultura de Santiago, para regenerar y promocionar Galicia. De nuevo un arquitecto de renombre internacional, Peter Eisenman, es el encargado de materializar la idea. Un conjunto monumental levantado en la nada que creíamos diseñado para mayor gloria de Manuel Fraga, en realidad ha sido diseñado para mayor gloria de su arquitecto: baldosas de 800 euros la unidad, bancos de 2.800 euros, cuarcita importada de Brasil, a pesar de que Galicia cuenta con importantes canteras, y más de 300 millones -de los 108 inicialmente presupuestados- enterrados en una obra inacabada de 4 edificios de un total de 6. Una biblioteca con más capacidad que la Nacional de Berlín o un Palacio de la Ópera con tres escenarios, forman parte de esta gran incoherencia.
Museo Guggenheim-Bilbao. Fuente: rocarias – ©Shutterstock
La Ciudad de La Cultura de Galicia. Fuente @ Pinterest
A pesar de casos extremos como el de Peter Eisenman en Galicia, la presencia de un fuerte ego y la determinación de seguir con un diseño, es una cualidad muy útil para hacer arquitectura, siempre analizando las circunstancias de cada encargo -que siempre son únicas- y ajustándonos a un presupuesto. Cualquier persona que carezca de la confianza para respaldar sus ideas de cara a la crítica o con falta de motivación personal, sería un fracaso a la hora de materializar sus proyectos, así que un cierta dosis de egocentrismo es algo inevitable en esta profesión y nunca viene mal. En palabras de Frank Lloyd Wright “Temprano en la vida tuve que elegir entre la arrogancia honesta y la humildad hipócrita. Elegí arrogancia honesta y no me arrepiento”.
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